La lluvia sobre el fuego (fragmento)

…porque yo termino con el comienzo de su cuerpo

Mairym Cruz-Bernal

 

Esta tarde a las seis, cuando mi marido vuelva a casa, me va a encontrar tirada detrás de la cortina del baño con las venas desangradas y las muñecas abiertas; y aunque sé perfectamente que cuando él llegue estaré muerta, creo que puedo desde ahora adivinarle el recorrido, suponerle el juicio antes del paso: el pulso calculado de una mano en el Toyota asegurando el freno, subiéndole el cristal a las ventanas, la llave en las dos puertas y ya afuera, en el garaje, el gesto pretensioso de dejar rodar el mundo por la esquina del recuerdo, con el cuello ladeado hacia la izquierda, como si las líneas de aquel auto en lugar de estar enfrente, le estuvieran brotando a él de la cabeza

.

Mi marido regresará esta tarde directamente del trabajo; sin amigos, ni bares, ni happy hours de intermedio. Lo sé porque hoy es jueves y la rutina de estos días no incluye el recorrido habitual de sus festejos. Cuando llegue, se bajará del Toyota silbando Magia Blanca, una canción ridícula que le viene dando vueltas en la lengua hace unos años; le dará una patadita a cada una de las llantas, sobará la capota, la pintura inmaculada, el cromo de las líneas sonriéndole a la suma de su esfuerzo convertido en máquina, en metal azul brillante y, con la música en la boca, sacará del maletero la bolsa con la piña que le regaló esta mañana la secretaria de su jefe; recordando, al dejar la tapa nuevamente, que había pensado ajustarle unos tornillos “porque la cerradura no engancha, se me está dañando” —vengo oyéndole decir desde hace días— por lo que buscará hacerse enseguida con su caja de herramientas: abrirá una latita de aceite, desdoblará bajo sus rodillas un trapo desteñido y depositará en el suelo la bolsa con la fruta.

Un cuarto de hora después de estar arrodillado, la penumbra de la tarde le dará la excusa exacta para olvidarse del asunto sin darse por vencido, y subirá las escaleras silbando Magia Blanca. La sala estará a oscuras, ni rastro de mi sombra; pero al no verme él creerá que estoy en otra habitación —en la recámara dormida, supondrá tranquilamente— (¿o alcanzará a saber entonces que estoy muerta?). No lo sé; mi marido irá llenando cada esquina de la casa con su canción absurda sin sentir mi silencio; y a través de las paredes del apartamento, la televisión del vecino le hará la voz de fondo y le dirá en ese momento que son las siete en punto. A esa hora —y aunque sé perfectamente que le tiene sin cuidado lo que diga el noticiero—, irá mecánicamente a encender el aparato “porque todo buen ejecutivo debe dar la apariencia de saber cómo anda el mundo”, dice el libro; y ya dispuesto, el pecho al aire y sin zapatos, buscará en la cocina una lata de cerveza y se quedará un buen rato mirando la pantalla.

No estaré todavía en su conciencia. Puedo estar a lo sumo atrincherada en uno de esos recovecos de la mente que le suelen anunciar las horas puntas: la cena, por ejemplo. Pero mi marido aún no tendrá hambre. Los jueves come tarde y además, no hay apuro. Cuando sienta el primer toque de advertencia de sus tripas (a las ocho, más o menos) la fatiga de la hora le dará por acordarse de la piña y buscará el cuchillo grande en la cocina, por todas las gavetas …sin hallarlo. Entonces, y por primera vez desde que puso el pie en la casa, mi nombre surgirá violentamente de sus labios en la mitad de dos carajos, mientras sigue revolviendo los cacharros, gritando y maldiciendo cada vez con más vehemencia. Al final del escándalo, no le quedará más remedio que quitarle la cáscara a la fruta como pueda, con la sierrita del pan que está oxidada.

Comiéndose un pedazo mal cortado de la piña, mi marido entrará al dormitorio con la cólera bailándole entre el pecho y la mirada. Esperará seguramente hallarme arropada en medio de la cama, ajena a sus reclamos y al ímpetu de sus quejas, y al no verme, se quedará unos segundos inmóvil disolviendo su sorpresa antes de avanzar hasta la puerta del baño que encontrará apenas ajustada. Mas no la abrirá inmediatamente sino que se acercará despacio: “¿…estás allí?” —dirá pegando la oreja a la madera para auscultar mejor un ruido extraño que le llegará de adentro

(pluc-pluc-pluc)

“el grifo abierto” —pensará— goteando en el silencio.

(pluc-pluc-pluc)

Mi marido irá girando el puño en la cerradurá de la puerta…

(pluc-pluc-pluc)

la empujará despacio…

(pluc-pluc-pluc)

y acto seguido, cerrará la pluma abierta; encenderá mecánicamente la lamparita que está sobre el lavabo y se abrirá la bragueta para orinar despacio. A través del espejo entonces, mirará el azul celeste de la cortina del baño y volteará un segundo la cabeza sobre sus hombros

(¿una sombra haciendo bulto?)

…pero su curiosidad no ascenderá siquiera a la sospecha, y él volverá a pegar la vista a la pared de enfrente, sin saber en ese instante que aquel bulto seré yo que quedo allí esperando.

Fuera ya del cuarto de baño, mi marido pensará tranquilamente que estoy fuera de casa. “En la farmacia” —se dirá— o quizás en el supermercado o con la loca de la Diana deambulando en cualquier parte… qué más da. Le tendrá sin cuidado (yo lo sé) a juzgar por esa mueca pegajosa de desdén que irá dejando resbalar por la esquina de los labios, cuando vuelva a servirse en la cocina otro trozo de la piña y otra lata de cerveza.

La voz de Diana en el teléfono le dirá que no me ha visto en todo el día. Será ella quien llame pidiendo hablar conmigo. “No, no está, pensé que estaban juntas” y colgará dándose cuenta que es extraño, muy extraño, su mujer no sale sola, no a esas horas normalmente… y por primera vez la duda le asaltará el cerebro. Sin embargo, él sabrá que no hay problemas. Después de todo una esposa siempre llega.

Mi amiga volverá a llamar y él le dirá lo mismo. Hablarán de cualquier cosa y al oírla, mi marido irá ubicándole a distancia las palabras, cada gesto que imagina, armando y desarmado a Diana como un rompecabezas en el recuerdo. Y enseguida, al cerrar el aparato y como si fuera un trampolín porque las dos son rubias, se encontrará metido en la figura de Roxana (no quería pensar en ella) y sin embargo… las manos de Roxana, el cuello de Roxana, el escote que llevaba esta mañana, el color de la camisa abotonada al frente. Roxana con los ojos grandísimos sentada en su escritorio al otro lado del pasillo. Roxana entre dos tardes buscando su mirada de perfil, de lejos o de golpe, en una esquina cuerpo a cuerpo.

Y es curioso. La mujer que desde hace unos meses le viene calentando las meninges, no es otra que la misma secretaría del montón que por años ha venido refractándole la imagen sin levantarle un pelo. Jamás la distinguió mayormente de las otras, hasta el día en que ocurrió la coincidencia. Un gesto, cualquier cosa; se encontrarían en la calle, se dirían una palabra diferente… y a partir de aquel instante habría quedado instalada de golpe la sorpresa, el misterio, la química del tacto que le obligaba en adelante a fantasear su rostro, a comprobar su sensibilidad en el juego de las proyecciones, a presentir cómo habría de ir ella perfilándole aquel reto, proponiéndole su estilo e invitándole al encuentro.

Mi marido creyó siempre que aquéllo era un secreto y acabó por convencerme, en mitad de mis sospechas, de que esa realidad que yo le estaba adivinando en las pupilas después de estar con ella …no existía. Mientras tanto, yo me fui refugiando en la duda y el silencio, y terminé dócilmente por irme acomodando a la indulgencia.

Como todas.

Y es que en esas circunstancias (a veces pienso que los hombres no lo entienden) para toda mujer hay dos verdades —así como también dos mentiras—. Dos mitades de una misma realidad que una aprende a combinar, a veces sin conciencia: la verdad que se evita a pesar de la sospecha y la mentira que se acoge por encima de la duda. Porque entonces, lo que cuenta es lo que queda: ese último retazo que aún podemos sostener por un extremo, ese cabito de amarre que sabemos que se puede romper de un tirón seco y que vamos destemplando, aflojándole la mano, aguantando a puro pulso ante el miedo espantoso a la ruptura o el temor impotente de la pérdida.

Pero es tarde y hoy es jueves. El vendrá llegando a casa sin cuidado, sin sospechas. Su casa es el rincón intocable del guerrero: la última cantina.

Sentado en el sofá, mi marido seguirá esperando mi regreso; cavilando su venganza, la forma merecida de mi recibimiento, imaginando el diálogo —¿los celos?— las razones infalibles que amparan sus derechos. Pero yo sé que su mente irá encontrando algún pretexto, cuando los dedos de una mano empiecen a tamborilear por su cuenta en la lata de cerveza, cuando los pies en la butaca se acomoden tranquilamente al sueño, cuando la pequeña arruguita de su frente le haya vuelto a marcar un gesto antiguo de impaciencia, o cuando vaya descubriendo que la novedad de mi ausencia ha empezado a perder filo aclimatándose al letargo minucioso de su cuerpo. A esas horas de la noche, lo único que hará bulto en su conciencia será un cansancio gigantesco y las ganas de un buen regaderazo tibio que le prepare el sueño.

En el cuarto de baño, se mirará el perfil desnudo en el espejo. No está mal, él lo sabe, el peso de las carnes se le amolda perfectamente al cuerpo. El pellejo le respeta en cada músculo el esfuerzo sostenido de correr una hora al día tres veces por semana. Sí, definitivamente, la piel se le pega bien, da buena forma. Mi marido buscará encontrar la pose justa inflando el pecho con un pie atrás doblado en punta y la cintura inclinada, el cuello recto mirando hacia adelante, el brazo izquierdo que baja tocando grácilmente las rodillas flexionadas, el perfil de las caderas suspendidas —¡la pose del discóbolo!— un segundo de equilibrio y el brazo derecho que empieza a levantarse por la espalda en línea oblicua apretando entre los dedos el bulto de una toalla como si fuera el disco: sube, hasta ubicar el ángulo exacto en el juego de los hombros y las piernas.

Al tercer timbrazo del teléfono, el discóbolo quebrará su pose y echará a andar con la toalla caída por los hombros, pero no llegará a tiempo. El último ring le dejará congelado a medio metro:“Diana otra vez”, irá pensando cuando vuelva a entrar de nuevo a la recámara y descubra que mi bolso de piel negra (ese que uso diariamente) ha estado allí todo el tiempo, en el medio de la cama. Entonces, rebuscando entre sus pliegues un sinfín de explicaciones, alargará una mano adentro, con cuidado y nervioso, con el afán de un niño descubriendo el sexo: la libretita de apuntes, los mil y un cosméticos, el monedero escarlata y aquéllo que temía sobremanera que estuviese: el llavero con mi signo del zodíaco; todas las llaves de la casa, las únicas que tengo y él lo sabe…

Desnudo como está, mi marido seguidamente entrará corriendo al baño; se pondrá los pantalones de un tirón sin calzoncillos, bajará las escaleras del inmueble dando saltos, y una vez sobre la acera, entre la lluvia y las sombras, la noche irá cubriéndole de miedo sus sospechas.

Bajará la calle despacio hasta llegar a la esquina; cruzará el parque en diagonal y tomará la avenida. Irá apurando el paso cada vez más de prisa, acomodándose al impulso que reconocen sus huellas hasta dar con el malecón que circunda la bahía; y una vez allí, romperá a correr sin freno: los talones descalzos machacando el suelo duro, los diez dedos de sus pies absorbiendo el golpe intenso.

Un par de horas más tarde —y cuando el dolor y la lluvia se hayan encargado de ponerle a su cuerpo un rostro alterno (ese que suele utilizar cuando llega del trabajo)— subirá las escaleras silbando Magia Blanca y me llamará buenamente, con los ojos extrañados, revolviendo el silencio, levantando los muebles, buscando en los recodos: debajo de la cama, en el armario, en el baño… Mi marido tocará, por fin, la cortina azul celeste y la hará a un lado descorriendo de un solo tirón el plástico… pero al echar la vista adentro, y más allá de su sorpresa, lo único que encontrará será el espacio exacto para dejar salir un grito. Un grito pesado y cortante como aquel cuchillo de cocina que él buscó infructuosamente. Ese mismo cuchillo filoso que, justo en aquel instante, estará terminando de partirle de lado a lado el cuello.

Del libro: La lluvia sobre el fuego de Giovanna Benedetti

Editorial INAC, 1982, Ciudad de Panamá

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