Uno de los mejores cocineros europeos, el catalán Santi Santamaría, ha provocado una animada polémica tras su intervención en ese foro gastronómico de nivel planetario que es ‘Madrid Fusión’, al defender su propio concepto de la cocina, concepto que está en los antípodas del que exhiben los cocineros mediáticos.
Fundamentalmente, recordó que el fin de toda cocina es dar placer al comensal, no sumergirlo en profundas disquisiciones filosóficas respecto al mensaje que encierra un plato, a la tecnología vanguardista empleada en su confección y al impacto de ese tipo de creaciones en los medios. Opina Santamaría que a un restaurante se va a comer y a disfrutar de la comida, en primer lugar.
No sé lo que pensarán ustedes, pero yo creo que esa afirmación la compartiremos la inmensa mayoría de los mortales. Es evidente que hay unos cuantos que no lo harán, y que atacarán con dureza el ejercicio de autocrítica colectiva de un cocinero que colecciona estrellas Michelin (tiene tres en un restaurante, dos en otro y una más en el que acaba de abrir).
No compartirán esa sensata afirmación quienes prefieren instalarse en la revolución permanente… porque les viene muy bien. Olvidan éstos que no hay revolución que dure cien años, aunque se intente declararla ‘institucional’ o, como en la España del franquismo, se trate, contra todas las leyes de la Física, de instaurar el ‘movimiento’ continuo.
Estarán en contra muchos cocineros cuya notoriedad no procede precisamente del placer que proporcionan sus creaciones, sino del hecho mismo de ser ‘creadores’, en muchos casos de conceptos vacíos de contenido pero, eso sí, llenos de diseño y de tecnología. También todos aquellos imitadores de los anteriores, especialmente quienes son incapaces de comprender que todo en esta vida necesita unas normas que hay que conocer… aunque no sea más que para saltárselas, porque hacerlo sin saber que las estamos transgrediendo tiene muchísimo menos atractivo.
Tampoco les gustarán las tesis de Santamaría a quienes viven, literalmente, de esa ‘revolución permanente’: periodistas que creen que lo único que vale la pena es lo nuevo, o sea, las nuevas, palabra sinónima de ‘noticias’… entre otras cosas porque carecen de suficientes elementos de juicio para profundizar en un análisis gastronómico de mínima seriedad.
Otros damnificados: quienes han visto que una forma fantástica de enriquecerse, la mayor parte de las veces con fondos públicos, consiste en organizar escaparates en los que se muestren todo tipo de excentricidades culinarias, todo tipo de disparates, siempre en nombre de la tecnología, de la fusión, de la globalización, de la modernidad y de la vanguardia.
Pero todos los anteriores son minoría; lo que pasa es que es una minoría que hace muchísimo ruido mediático. Pero ni con todo ese ruido ha logrado imponer sus tesis al gran público, que sigue viendo ese tipo de cocina como algo que sirve justamente para eso, para salir en la tele y en los diarios, pero no para comérsela ni, mucho menos, hacerla en casa.
Menos mal que toda revolución acaba teniendo su “thermidor”, cuando alguien decide poner fin al Terror. Y, normalmente, también acaba por llegar un 19 de brumario. Ni la ejecución de Robespierre ni el golpe de estado de Napoleón acabaron con las ideas de la Revolución Francesa, que, afortunadamente, se han impuesto en el mundo; con lo que sí acabaron fue con el Terror, con la sangre, con los abusos. Las revoluciones son, en general, muy buenas… una vez que pasa bastante tiempo.
En cocina, también. No adjudicamos a nadie el papel de Marat o Robespierre, y no sabemos aún quién será Bonaparte; pero bueno es que alguien haya reaccionado contra el auténtico Terror culinario en el que llevamos sumidos tantos años ya en nombre de la revolución.
Fuente: Caius Apicius / EFE